jueves, 27 de enero de 2011

EL BRUMM

Puede ser que la vida no se disfrute lo mismo cuando se sabe lo que es, porque somos lo que sabemos y parte de lo que hemos olvidado. Y en ese poso se gesta la esclerosis de la tristeza, lo que nos tensa el ojo y nos abomba el alma. Estas cosas suelen venir de aquella alegría novata del libro, el pezón y la pintada. Luego las cosas vuelven al sitio de la sombra, a su mes de marzo, donde te dijo tu madre. Después del escojone viene el dolor de riñones, como después del polvo viene el hijo. Es la venganza religiosa que los ateos engañamos a base de porros y microscopio. En este légamo de golosina y caries con que toreamos el ánimo, jugamos a la inocencia para ganar sorpresas. Nos aniñamos para comprar el coche y las vacaciones, la cogorza y la teta, y otras cosas con resaca. Pero es que no hay otra. Compramos el Kinder para que se calle el niño que llevamos dentro. A la mierda el chocolate, lo que no queremos es el regalo sorpresa del llanto que viene de la carencia. La vida es la balanza del niño con sus juguetes. Por eso hay que afeitarse a cada poco. Cuando los muertos amanecen como liendres la gente huele la podredumbre jironeante como lianas en tu rostro. Son cosas. Hay que regalarse engaño porque mentirse es gratuito: la única forma de entusiasmarse un poco. Lo de la felicidad es cosas de sicólogos y farmaceuticos que pregonan que el tiempo es oro y desde treinta euros la hora. Observo a los de la mudanza desde detrás de las cortinas, descargando una silla de ruedas. Quiero tete, quiero tete, brumm, brumm.

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