Nadie, en Cortázar,
sabía por qué K. desaparecía cuando hablaba. Le miraban desde
lejos, con extrañeza. Cuando K. llegó a Cortázar le deslumbró su atardecer. Pensó que allí podría leer. Con el tiempo entendió la arrogancia cazurra, cotidiana y afable. Los primeros años de K. en aquel
pueblo, siniestro como todo lo escondido, pasaron deprisa. Él asistía incrédulo al espectáculo de lo habitual.
Cortázar, bajo su manto afable, era un pueblo hosco, ruidoso,
violento. Por las noches, en las alcobas, los sueños estallaban las
puertas como rompeolas de deseo. A la hora de comer, los
cortazarinos masticaban salivas de pan tocado, maldecían a sus
vecinos y escupían rencores sin memoria. Las tardes eran ruidosas.
Campanas, hormigoneras y risotadas, taladraban el rumor del
sol sobre las piedras. Los pueblos -pensaba K. mientras un martillo
rompía su lectura- viven en reforma para que todo siga
igual. Una tarde con
tormenta de cemento, loca de ruido, dos cortazarinos se enfrascaron en el dilema
del último claxón y desaparecieron, delante de los ojos de K.
jueves, 17 de diciembre de 2020
EL CLAXÓN
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1 comentario:
Lectora selectiva.
Muy buena descripción, y comienzo de una novela.
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