jueves, 17 de diciembre de 2020

EL CLAXÓN

Nadie, en Cortázar, sabía por qué K. desaparecía cuando hablaba. Le miraban desde lejos, con extrañeza. Cuando K. llegó a Cortázar le deslumbró su atardecer. Pensó que allí podría leer. Con el tiempo entendió la arrogancia cazurra, cotidiana y afable. Los primeros años de K. en aquel pueblo, siniestro como todo lo escondido, pasaron deprisa. Él asistía incrédulo al espectáculo de lo habitual. Cortázar, bajo su manto afable, era un pueblo hosco, ruidoso, violento. Por las noches, en las alcobas, los sueños estallaban las puertas como rompeolas de deseo. A la hora de comer, los cortazarinos masticaban salivas de pan tocado, maldecían a sus vecinos y escupían rencores sin memoria. Las tardes eran ruidosas. Campanas, hormigoneras y risotadas, taladraban el rumor del sol sobre las piedras. Los pueblos -pensaba K. mientras un martillo rompía su lectura- viven en reforma para que todo siga igual. Una tarde con tormenta de cemento, loca de ruido, dos cortazarinos se enfrascaron en el dilema del último claxón y desaparecieron, delante de los ojos de K.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lectora selectiva.

Muy buena descripción, y comienzo de una novela.